INGRID ODGERS PROGRAMA DE LITERATURA EN TELEVISIÓN

INGRID ODGERS PROGRAMA DE LITERATURA EN TELEVISIÓN

Creadores del BíoBío de Chile

Presentamos a escritores y escritoras comprometidos con la Palabra que desarrollan su obra en la marginalidad lejanos a la academia y en su mayoría desapegados de cánones tradicionales contribuyen al desarrollo literario y cultural de nuestro BíoBío y de Chile. Este es el portal para la difusión de su pensamiento y de sus obras creadas en la silenciosa precariedad nacional.

viernes, 28 de agosto de 2009

María Cristina Ogalde- Talcahuano





REALIDAD

La angustia es más angustia cuando me faltas tú
La angustia es más angustia cuando sueño que no estás
Es más angustia la angustia
Cuando despierto


El Pancho Loco

TALCAHUANO ciudad puerto, es un maravillosa ventana al Pacífico, puerto industrial y pesquero, eso lo tenemos muy claro, pero además Talcahuano es una ciudad con historia, rica en personajes mágicos y lugares ancestrales. En este libro queremos reencontrarnos con esos personajes y lugares. Hoy rescatamos de la memoria colectiva la presencia de: “el Pancho loco”. Quién no lo vio, en los años sesenta, recorrer las calles de Talcahuano con su atado de diarios sujetándolos a un costado de su enjuto cuerpo con una gruesa correa de color café. Su figura estaba encorvada por el peso de las noticias o por los muchos años vividos. Recuerdo que su rostro desgreñado poseía un ojo de color y un ojo emblanquecido, que inspiraba gran recelo a los niños. Lo que más impresionaba de este personaje, chorero cien por ciento, era su alucinante vozarrón con que anunciaba los diarios y lidiaba con los niños que lo molestaban. Dueño de una gran hiperkinesia, infundía terror, todos arrancábamos cuando llegaba al barrio. Tanto en el centro como en los cerros, en el Arenal o en Gaete, en el Morro o por el malecón. Los chicos más audaces osaban molestarlo lo que desataba sus iras, carreras iban, carreras venían, arrancando del “Pancho Loco”. A veces llevaba un palo en su mano, tal vez para apoyar su figura encorvada, que no medía más de un metro cincuenta y cuatro, confieso que desde la pequeñez de mi infancia, lo veía enorme y aterrador, ágil, capaz de alcanzarme hasta el propio patio de mi casa en la calle Infiernillo, que después pasó a llamarse Juan de la Cruz Tapia, frente a la laguna y a la cancha Macera, verdadero tierral que quitaba rapidez a mis piernas infantiles. Con el correr del tiempo, en el Liceo Fiscal tuve una amiga muy querida y por ahí por el tercer año fui a su casa en la Población Morgado, a pedirle unas tareas, y tamaña sorpresa me llevé pues quien me abrió la puerta era el mismísimo “Pancho loco”, con bata de levantarse y calzando pantuflas. No cargaba diarios ni tenía el palo en la mano pero con el mismo e inconfundible vozarrón me preguntó a quién buscaba, me quedé muda, mis neuronas juveniles estaban procesando la imagen que recibía, no sabía si salir arrancando o responder la pregunta, después del primer instante, con un dejo de admiración respondí. Mientras iban a buscar a mi amiga, pude comprender que “el Pancho loco”, era una persona, tenía una vida, una familia y un trabajo que desempeñó muy bien. Permanecen en mi retina las dos imágenes, el vendedor de diarios, a quien temíamos y el dueño de casa, abuelo de mi amiga.



Cementerios Simbólicos

Talcahuano, tiene su historia enraizada a hechos marinos: alegres, tristes o melancólicos. Existe uno que en lo particular produce honda nostalgia y seguramente para las familias involucradas profunda tristeza, me refiero a los cementerios simbólicos. Los conozco, he caminado en ellos, he visitado sus tumbas vacías y a través de los nombres en sus lápidas, he reconstruido historias imaginadas o no. Si bien es cierto en casi todos los puertos pesqueros del mundo (y he recorrido muchos) hay lápidas en memoria de los hombres que “se hicieron a la mar” , losas que no reflejan el dolor de las familias que eternamente esperan en la bahía el ser querido desaparecido, únicamente en mi puerto natal, he conocido los cementerios simbólicos que de una u otra forma ayudan a pasar el duelo entre el arrullo del mar, las caracolas, la marcha fúnebre de las gaviotas y las tumbas con una sencilla cruz de madera pintada de blanco custodiadas por firmes e incólumes flores plásticas de colores que testimonian su origen. Son: “El cementerio las cruces” que originalmente estaba enclavado en la cúspide del acantilado que bordea Monte Redondo en la bahía de San Vicente. Desde este precipicio rodeado de la vegetación mas hermosa y que hasta Talcahueñu debió caminar, se podía observar la majestuosidad del ancho mar como testimonio veraz de que el siniestrado hombre de mar no había sucumbido ante pequeñeces mas bien ante un gigante rugidor, apaleador de rocas, pero generoso como el vientre materno que lo arrulla hasta la eternidad. El progreso y urbanismo de mi tierra lo ha empujado cada vez más hacia el acantilado pero él, aferrado al monte se alarga hacia el mar en esa prolongación invisible de tumbas vacías. El otro cementerio simbólico se ubica entre los montes escarpados de la Península de Tumbes, alejado de las casas se hace silente refugio de las penas de los “tumbinos” que lloran a los idos frente a un túmulo engarzado de lustrosas cerámicas, donde por lo general se acopla una foto del difunto o la leyenda que refleje el dolor de los que quedan en tierra firme. Al leer las inscripciones se aprieta el corazón, casi siempre se repiten los apellidos, hermanos, padres e hijos, esposos y padres, esposos e hijos. Se plasma en mi imaginación la figura de una mujer arropada, sola, mecida y agrietada por el viento frente a un nicho ya sin lagrimas mirando al horizonte con una mano haciendo visera a sus ojos y la otra sujetando la mano de un niño pequeño que espera el regreso de su padre y su abuelo. El otro cementerio simbólico, es el de Caleta El Soldado que parece un púlpito de catedral. Está ubicado en un pequeño monte que se adentra en el mar y sus humildes cruces blancas se confunden con gaviotas que quieren alzar el vuelo hacia la inmensidad, sus sepulcros vacíos custodian el villorrio. El acceso es dificultoso, anuncia que los cuerpos amados nunca volverán a pisar tierra firme y prefieren como ultima morada la espuma salina que los vio nacer, crecer y morir. Los cementerios simbólicos con sus bóvedas vacías son como los faluchos en la bahía, como las calles de adoquines, como las áreas verdes, como la plazoleta María Isabel, parte de nuestra identidad.




Talcahuano, a horas de haber comenzado el invierno.


Superstición


El doctor iba a grandes zancadas por el corto camino rodeado de espesos matorrales que lo llevaba del pequeño hospital de madera y paja hasta la casa donde vivía desde que decidió irse al matogroso brasileño después de un desastroso matrimonio en el que por milagro salió vivo de las garras de su celosa mujer.


En el húmedo calor se sentía muy cómodo enfundado en sus impecables short y polera blancos.


--¡Qué tontera, cualquiera diría que tengo miedo! – pensó, recordando lo que le contara la paciente que había atendido recién.


--Sí, es verdad doctorcito – le había dicho la anciana – cuando una se muere de mordida de cobra, de una Jararaca, no es que se muera de verdad… se convierte en cobra… y lo único que queda es irse mato adentro alejado del mundo.


Por eso doctorcito usted tiene que ponerse botas y ropa larga…¡Tiene que protegerse!- había sentenciado su paciente en ese dialecto tan sonoro del ximbu, cerrando los ojos y quedándose perdida en los recuerdos de sus antepasados.


--¡Qué ridículo! ¡Pobre gente! Años de ignorancia son sus peores dolencias – dijo en voz bajita como temiendo que lo escuchara la enfermera que pasos más adelante al frescor de la vivienda le esperaba con una jarra de helado jugo de mango. De pronto sintió unas punzadas en la pantorrilla, miró hacia abajo velozmente y vio pequeños puntos sanguinolentos en mitad de la pierna. Con el rabillo del ojo alcanzó a ver parte del animal de colores rojizos y verdosos que reptaba rápidamente hacia los matorrales. Sintió un intenso dolor que subía por la pierna hasta la ingle. Trató de seguir caminando pero cayó con violencia al costado del estrecho camino, quiso ponerse de pie pero sólo consiguió quedar atrapado por los matorrales. Desde el suelo intentó mirar hacia la casa, sólo vio el verdor vegetal, volteó su cabeza y tampoco logró ver la construcción del hospital. Todo se volvió extraño, los ruidos se hicieron más fuertes hasta podía escuchar el latir de su corazón como una locomotora desbocada. Intentó moverse y no pudo, quiso extender la mano para alcanzar el camino y tampoco lo logró. Sólo vio los pies ágiles de la enfermera que pasaba hacia el hospital. Trató de hablarle, de gritarle pero de su boca no salió sonido. Se sentía inmóvil, liviano, somnoliento. Con esfuerzo consiguió mover una pierna comprobando con horror que ésta tenía un color rojizo-verdoso, llena de una especie de escamas que seguían inundándolo hacia la parte superior de su cuerpo.


--Estoy soñando, sí, eso me pasa, estoy soñando y de verdad pensé que me había mordido una serpiente.


Pasados unos minutos, la enfermera volvió por el mismo camino


--¡Doctor, doctor!-gritó haciendo eco con sus manos - ¿ Dónde está?, ¿ Dónde se fue? El jugo está en la mesa, se va a calentar con este calor.


De pronto dio un salto y corrió asustada, acababa de ver una Jararaca que desde el suelo le miraba fijamente. La serpiente huyó entre las matas.



EL HOMBRE


Caminaba con pasos cortos, cabizbajo, con apuro, apretando el portafolio de cuero negro en su pecho. Se confundía en el tráfago matutino del Paseo Ahumada. Era uno más entre la gente, pero, un buen observador notaría su rostro demacrado, parecía llorar sin lágrimas, tan acongojado como si llevara el peso del mundo sobre él. También un buen observador notaría el nerviosismo o temor con que apretaba su portafolio.


Tenía que llegar luego a las oficinas de la Alameda, entrar por el estacionamiento y subir directamente al despacho del General.


Desde pequeño había soñado con ser militar, desde siempre se sentía arrebatado por la vocación de soldado. En su infancia soñaba con proezas y heroísmos para su patria. Por eso se alegró cuando el general lo llamó esa mañana, a él, insignificante soldado encargado de trasladar papeles de una oficina a otra en “la gran casa de la Alameda”. Entró un poco desorientado y manos sudorosas de tanta emoción.


Se cuadró marcialmente frente a su General, el cuerpo lo sentía electrificado como si su uniforme de campaña, desprovisto de medallas y condecoraciones fuera la mismísima bandera tricolor que lo arropaba.


--Sargento, descanse- le dijo el General, con esa voz de mando, segura, autoritaria, que lo caracterizaba. El tronar de la orden lo caló hondo.


--Amigo ¿cuánto tiempo lleva usted trabajando en esta repartición? -inquirió el militar con voz más suave.


Tardó unos segundos en responder, se sorprendió, no esperaba que su General lo tratara de amigo con ese tono paternal, cómplice de confidencia.


--Señor, tres años y siete meses señor- respondió con voz fuerte escondiendo sus emociones.


--Hace tiempo he notado la dedicación y empeño con que realiza sus tareas sargento- le dijo el General sentándose en su sillón, magnífico, cómodo, repujado en cuero, detrás del amplio escritorio de ébano y mármol.


Quedó impresionado, no sabía si por lo que había escuchado o por ver a su General sentado detrás de ese altar imponente, mejor que el Papa en la Plaza de San Pedro.


--¿Cuánto hace que está en el ejército sargento?


Sintió que la voz le llegaba desde las nubes.


--Señor, quince años, señor – respondió, con voz ronca y alta.


--Hoy usted mi amigo prestará un gran servicio a la Patria, en estos tiempos de guerra, con tantos enemigos ocultos. Hay que ser firmes y leales para vencer a los comunistas amigos del marxismo extranjero.


Continuó escuchando, grabando en su memoria las instrucciones que le daba como en una catarsis, al término saludó, giró y salió de la oficina. Fue a su casa, se quitó el uniforme, se vistió de civil, abrazó a su esposa que lo miraba extrañada, sin preguntar nada. Esa mujer menuda que con su cariño silencioso le había salvado de tantas depresiones en estos tiempos tan duros e incomprensibles. Se tomó un café, total estaba en casa y aún había tiempo. La infusión no lo calmó, los negros pensamientos seguían acechándolo. No comprendía cabalmente la misión encomendada. Su cerebro trabajaba aceleradamente atando cabos, viendo más allá, descifrando las incógnitas. No lograba entender o tal vez no quería entender. ¿Por qué tenía que ir de civil hasta el sector de Recoleta? A una sucursal de banco extranjero le había dicho su General, no en un jeep del ejército ni siquiera en su auto y entregar los números que guardaba en el rincón más profundo de su memoria. El hombre trataba de desechar esa inquietud creciente, galopante en su interior. Hubiera preferido ir con uniforme. De civil se sentía desnudo, desamparado, huérfano.


Se dirigió al paradero más próximo y tomó la micro. En veinte minutos estaba en la calle Independencia, calculó la altura de la numeración y se bajó. La calle Recoleta se presentó a sus ojos, sombría, bohemia, apostadores consuetudinarios transitaban hasta el hipódromo.


Llegó al local y entró, más que banco parecía una oficina de abogados poco exitosos.


Se le acercó alguien con impecable traje oscuro a rayas. Le dijo parcamente:


--Vengo a hablar con Mister John, me está esperando.


En silencio le hicieron pasar a otra oficina, más amplia y menos iluminada, llena de computadores funcionando y hombres ídem. Alguien alto, rubio, delgado, de ojos azulinos se acercó y lo saludó en mal español, inmediatamente agregó:


--Si me da los números que trae, haremos el trámite inmediatamente.


El hombre se quedó parado, rígido en medio de la sala, tratando desesperadamente de buscar en su cerebro los fatídicos números y no encontró nada, todo estaba en blanco, podía sentir como la sangre recorría todas sus venas, quería moverse y no lo lograba, quería hablar y de su boca no salía palabra alguna. Como desde el fondo de un gran cuarto oscuro avanzaban lentamente recuerdos de rumores terribles, prohibidos entre la tropa que trabajaba en la “Gran casa de la Alameda”, de dineros, de fuga, de soldados desaparecidos, subversivos, “vendepatria”.


Qué difícil se le hacía reconocer ahora quiénes eran los enemigos. A este gringo, rubio, joven, impecable, que tenía enfrente, no sabía como clasificarlo. Una chispa en su interior sonaba como una alarma.


--Soldado, me da esos números- le dijo con cierta prepotencia el gringo.


Sin poder disimular del todo, con un ligero titubeo recitó de memoria los números aprendidos, mientras su interlocutor los anotaba con agilidad en una libreta, acto seguido se dirigió a un computador y comenzó a trabajar en él.


Se acercó y con el rabillo del ojo alcanzó a leer un poco la pantalla, eran números y cifras astronómicas, dólares americanos y un nombre se quedó incrustado en su frente “Banco Riggs”.


El rubio imprimió unas hojas, las tomó, revisó, cerró la pantalla, se adelantó hasta el escritorio, sacó un portafolio de cuero negro, introdujo las hojas y se las alargó al hombre.


--Listo - lléveselas al General.


Tomó el portafolio con manos temblorosas, se sentía fatigado, muy viejo. Con pasos lentos y cuerpo encorvado salió del local.


Encajaban todas las piezas de su misión secreta. Caminó hacia Independencia, atravesó el Mapocho, no tenía ánimo ni para tomar el micro, sentía punzantes dolores en todas partes, hasta en lugares que ni sabía que tenía pero lo que más le dolía era el alma.


Cuando llegó al Paseo Ahumada apretó con fuerza el portafolio a su pecho con temor a ser asaltado, continuaba sintiéndose desnudo sin su uniforme militar.


En la Alameda entró por el estacionamiento siguiendo las instrucciones, ingresó al despacho, le entregó el portafolio al General quien sonreía satisfecho.


Regresó a casa y en silencio tomó todos sus uniformes y al final del patio les prendió fuego como en un rito de expiación, besó a su mujer, miró a sus hijos, no se atrevió a tocarlos, se duchó, vistió la misma ropa, escondió los espejos y con el arma de servicio en la mano entró en el garaje.


Al otro día en los periódicos de la ciudad se leía el siguiente titular:


“El General se reúne con su Gabinete para planificar nuevas estrategias de superación de la pobreza en que dejaron al país los “comunistas”.


Y en un titular más pequeño, casi al margen de la página se puede leer:


“Un nuevo mártir para la Patria, un sargento cae en enfrentamiento con extremistas, más información en página 8”.






Breve Reseña:


María Cristina Ogalde (Talcahuano, 1954). Escritora, narradora, gestora cultural, nacida en Talcahuano, con estudios de Teología y Psicología en la Universidad Católica de Valparaíso, en la Pontificia Universidad de Roma y en la Universidad de Rio Grande do Sul, Brasil. Por más de veinte años se desempeña como misionera en España, Italia, Francia, África, Brasil. Escribió artículos en la Revista Mensaje y en diversas revistas europeas y latinoamericanas. Ha incursionado en talleres literarios de Brasil y estudiado la cultura escrita del Cordón de Favelas en Restinga. Desde el 2003 es editora de ediciones La silla, en la región del BíoBío y realiza investigación de identidad cultural y literaria en Talcahuano y la región . Es fundadora del Colectivo La silla, de Ediciones La silla, fundadora y Presidenta del Centro de Investigaciones Culturales La silla, creadora y directora de la Revista de Literatura digital PERIFERIA. Ha publicado en Chile, el libro de cuentos El musgo crece aún sin agua y Cuadernos de crónicas. Actualmente escribe un ensayo sobre la violencia contra la mujer en Chile y Latinoamérica. Activa gestora cultural del BIOBIO, ha sido miembro asesora del Centro Cultural Talcahueñu, es asesora de proyectos socio-culturales en el Centro Cultural Amigos por Talcahuano y la Union Comunal de JJVV de la ciudad puerto. Obtuvo Premio Consejo nacional del Libro y la Lectura 2008. Realiza y coordina talleres literarios y se desempeña como trabajadora en Organizaciones Comunitarias de la Municipalidad de Talcahuano.

1 comentario:

liberache dijo...

Uno de los cuentos me hizo recordar al gran cuentista Horacio Quiroga, ése de la selva.
Me gustó el que habla de Talcahuano. Es bueno hablar de lo que es nuestro. Lo siento nuestro.
Felicitaciones a la escritora que está sacando poco a poco todo ese baúl abultado de experiencias que posee y que por cierto sabe escribirlas muy bien.


Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Creando Chile
Fondo de Fomento del Libro y la Lectura

Nota

El audio es un extracto de las conversaciones sostenidas con los escritores.

entrevista a Alejandro Ananías

entrevista a Roxana Heise

entrevista a Esther Mora

entrevista a Cristian Lagos

entrevista Mª Cristina Ogalde

Créditos

Realizadora y conductora: Ingrid Odgers
Dirección Cámara e Iluminación: Cavalerie Comunicaciones
Editora: Carola Peñailillo


Presentación de Alejandro Ananías

Presentación Aida Esther Mora

LITERATURA CHILENA

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